martes, 18 de octubre de 2011


Megalópolis e Infierno

Por: Héctor Abad Faciolince

La primera vez que yo salí de una aldea grande llamada Medellín y de un país ensimismado en su propio ombligo llamado Colombia, fue a los 19 años, para vivir en México.

    En el DF conocí, al fin, lo que era un museo importante, un teatro de ópera, una editorial del Estado, revistas y periódicos de gran calidad, grupos de creadores polémicos y activos, bibliotecas impresionantes (públicas y privadas), exposiciones, cinematecas, parques verdes en la mitad de la urbe (árboles y senderos, nada más), avenidas diseñadas para el placer estético y no para los carros, la gastronomía como una inmensa riqueza cultural… En la capital de México entendí la diferencia entre ser provinciano y vivir en una gran ciudad. Pero entendí también, hace más de 30 años, que estas megaciudades llevan por dentro la semilla de un cáncer: el crecimiento infinito y desordenado de sus células, capaces de invadir todo el paisaje, y de tragarse el campo entero con su enfermiza voracidad.El otro día regresaba al DF desde San Miguel de Allende. Al entrar a los bordes de la ciudad, de repente, el bus se quedó parado. Cada 15 ó 20 minutos, avanzaba unos pocos metros. Para hacer corto el cuento: el viaje desde el pueblo duró tres horas hasta el borde de la megalópolis; la sola entrada a la ciudad, cuatro horas más. Otro día me recogieron para ir a una entrevista en un canal local; salimos dos horas antes, para no correr riesgos. Cuando llevábamos una hora y media, y habíamos avanzado pocas cuadras, tuvimos que llamar a cancelar la entrevista. Los dos sitios quedaban a menos de diez kilómetros. A caballo, o incluso a pie, habríamos hecho este trayecto en menos tiempo. Ni se diga en bicicleta. Un viernes, entre Polanco y Condesa, que no son barrios lejanos, nos gastamos dos horas. Cuando llegamos al sitio de la cita (una comida), los amigos ya iban en el café.En la ciudad de México la oferta de cine, teatro, exposiciones, conferencias, es impresionante. Pero mis amigos han dejado de ir a todo, con tal de no enfrentarse a un tráfico infernal e impredecible. Conozco gente que se gasta dos horas por la mañana y dos horas por la tarde, al volante, para ir a trabajar. No usan el transporte público porque sería peor. Si los amigos viven en barrios distantes, jamás se ven.Por fidelidad a mi recuerdo de la primera vez que salí de mi provincia, amo al DF todavía. Pero su modelo me asusta, para Colombia, y me parece el peor. La capital de México es el modelo perfecto de lo que no debemos hacer: añadirle a la ciudad una nueva ciudad cada año en términos de población (decenas de miles de personas); hacer puentes, viaductos, segundos y terceros pisos al servicio del automóvil individual. Bombear agua desde las tierras más bajas porque las fuentes más altas se agotaron. Traer en camiones, desde miles de kilómetros de distancia, el alimento para millones de habitantes. Todo esto es absurdo.
    Antídotos: por impopular que sea entre los dueños de carro, el pico y placa es necesario y debería ser más duro. El transporte público tiene que ser excelente (en metro liviano, bus, tranvías); las ciclovías se deben ampliar y articular como una red, incluso en lomas. Se deben brindar servicios, educación y cultura en los pueblos y en las ciudades intermedias. El modelo alemán o italiano (muchas ciudades pequeñas y medianas), debe auspiciarse por encima de la megalópolis que devora todos los recursos en grandes obras para el automóvil. Violencia y desplazados del campo son el alimento para el cáncer de la superciudad. En estas elecciones regionales que vienen en Colombia, tendríamos que votar por alcaldes y gobernadores que defiendan el campo, la bicicleta, la vida ecológica, el transporte público de gran calidad, contra las megaobras para el automóvil. La ciudad de México es el modelo de lo que no se debe hacer. Hay que usar más los dos pies, las dos ruedas, y menos los carros. Si no nos espabilamos, nuevos DFs son el infierno futuro de toda Latinoamérica.

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