miércoles, 10 de octubre de 2012

He detenido la respiración...

He detenido la respiración 
para sentir si tú respiras.

A la vez has quedado tan presente y lejana.
Eterna casi.
Fuera del tiempo, sola, sin moverte.
Y me llenó el terror incontenible
de que te hubieras ido;
de que te hubieras muerto en sueños, 
y me hubieras dejado entre los brazos 
sólo una imagen clara, 
un simulacro tibio, una perfecta 
máscara tuya con los ojos cerrados.

Pero aquí está de nuevo
como una flor brotando, como el alma
de una rama florida,
dulce, otra vez tu aliento dulce.

Y en medio de un placer que de tan tierno
me acongoja,
de un sobresalto que me empequeñece, 
de una paz en tumulto que me ahoga, 
vuelvo a ser, y te miro. 
Vives. Estás dormida.

Un temor sin objeto,
una sorpresa temerosa
te toma de repente, te sacude
desde los pies hasta la nuca.

¿Oyes, acaso, en sueños, 
que te busca una voz desamparada; 
sientes, durmiendo, que no es justo 
que tú descanses, mientras alguien 
trabaja, mientras alguien se consume 
de enfermedad, mientras alguno, 
que tú pudiste amar, está muriendo?

Afuera todo sigue pareciendo 
desesperadamente sin sentido; 
lo comprende, convulso, 
tu corazón amenazado.

Y quisieras correr compadecida,
temblorosa, quemándote
de caridad y de esperanza 
y de fe, y recibir el sufrimiento 
de todos en tus brazos débiles, 
y con tu manto lleno de agujeros 
cobijarnos a todos.

Y tu mano se mueve,
y un sonido agitado, una palabra 
a medias, el principio de un gemido 
cruza tus dientes. ¿Has llamado?

Nuevamente el silencio
—nube exacta cubriéndote,
no traspasable atmósfera invisible—
te ciñe y te separa.

¿Caminas qué caminos, 
qué atardecida fuente bebes, 
qué interiores, pacíficos espejos 
abre tu propia luz, en que te miras; 
en qué oro relumbras engarzada?

Sobre tu sueño flotas
como en lago de aceite; nada existe
fuera de la quietud que te conduce.

Y como un puente milagroso,
tan tenue como el júbilo más tenue, 
tan pensativo como un niño, 
un movimiento acompasado 
pliega las comisuras de tu boca.

Todo está bien ahora. Firme
como de piedra sobre piedra, el mundo.

Responsable en tu paz, te sientes 
ligada y libre, solidaria.
Comprendes la desdicha,
amas la dicha humilde de las gentes.

Estás de juegos inocentes, 
de amable amor, de alegres voces 
humanas, de ternura simple 
invadida y cercada.

Y no sabes si el aire es una playa,
si eres feliz porque cumpliste
los quehaceres del alma diarios: 
porque recién lavada brilla 
—cada parte en su sitio— 
tu facultad de regalar el gozo: 
o porque eres hermosa; o si la primavera...

Algo, que alumbra todo, se refleja, 
grave de consecuencias dulces, 
en tu semisonrisa.

Todo está en orden; cada cosa 
arreglada a su fin. Tan necesario 
es tu mínimo gesto, como el acto 
de entreabrir una puerta.

Porque yo estuve solo
quiero pensar que tú estuviste sola.
Que no te fuiste, que dormías.
Que me dejaste sin dejarme,
y me necesitabas
para poder estar contenta.

De cualquier modo, he recobrado 
mi lugar en el mundo: regresaste, 
te volviste accesible.

Me devuelves el tiempo,
el dolor, los caminos, la alegría,
la voz, el cuerpo, el alma,
y la vida y la muerte, y lo que vive
más allá de la muerte.

Me lo devuelves todo
encarcelado en la apariencia
de una mujer, tú misma, a la que amo.

Volviste poco a poco, despertaste, 
y no te sorprendiste 
de encontrarme contigo.

Y casi pude ver el último
peldaño del secreto que subías
al dormir, pues abriste
—muy despacio, muy plácidos— 
tus ojos adentro de mis ojos que velaban.

Rubén Bonifaz Nuño

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